viernes, 16 de marzo de 2007

Besos y pugnas entre Dios y el cerebro. Vicente Verdú

Dios no ha muerto, pero buena parte de su infinito imperio lo ha conquistado el cerebro. No la ciencia en general, sino la neurobiología del cerebro en concreto.
Declararse hoy ateo no significa subversión alguna. Unos son ateos, otros creyentes y los demás medio creyentes o medio ateos, de acuerdo a la contingencia, la conveniencia o el estado civil. Pero también cabe ser creyente y no en Dios, o creer en Dios y actuar como si estuviera sordo. Dentro de este surtido multicolor, Dios se ha transformado en un resistente material plástico modulable en mil figuras de unión con la trascendencia, la inmanencia y el corriente oficio de vivir. Lo único en verdad absoluto es el cerebro. La neurociencia muestra reiteradamente que nuestras acciones vienen conducidas no tanto por nuestra santa voluntad como por una malla de conexiones eléctricas que pueden leerse a la manera de Minority Report. Creemos que deseamos a nuestro antojo, pero anticipadamente el cerebro funda el deseo.
¿La libertad? En un artículo del notable psiquiatra Luis M. Iruela en la revista Jano (16-23 febrero 2007) se exponen algunas de las investigaciones del doctor Benjamin Libet de la Universidad de California, que ya en 1983 destacaban la preeminencia de la inconsciencia sobre la intención consciente.
La excelsa categoría de la libertad humana sería sólo una fantasía útil y no una propiedad de la especie. Como consecuencia, los seres humanos representarían con su halo espiritual no tanto la culminación del cosmos como la última entrega de unas reacciones fisicoquímicas. Los conceptos de bondad, de dignidad, de altruismo o criminalidad, habría que remitirlos por tanto al desarrollo de las ecuaciones orgánicas.
Buena parte de los biólogos actuales profesan -según Iruela- el determinismo científico, convicción que el catedrático de física Rolf Tarrach, un valenciano de 1948 y actual rector en la primera universidad de Luxemburgo, expresa así: "(...) las leyes de la física y de la química son suficientes para describir el funcionamiento del cerebro e incluso sus propiedades superiores, como el libre albedrío, aunque en la actualidad aún no tengamos conocimientos suficientes para saber en detalle cómo ocurre." (Revista de Humanidades.2003; páginas 283-288).
Los biólogos no saben con precisión cómo se comporta el cerebro pero dan por descontado que lo gesta todo. La terquedad, la perspicacia, la inteligencia, la destreza, la iniquidad, la ternura o la tortura, se hallan deslizándose por sus laberintos.
Precisamente, según Libet, el deseo lascivo y sus consecuencias no provendría tanto del cuerpo más voluptuoso como de nuestra obscenidad característica. En lenguaje religioso, no cometer pecado exigiría una constricción de grado variable y según la clase de cerebro que se posea.
El libre albedrío sería así una facultad que operará siempre como autocensura y no como proyecto. El proyecto primordial reside en el cerebro y la intervención siguiente acude como una corrección del dibujo original. Corregimos y no inventamos, negociamos más que mandamos. Y todo dentro del mismo espacio cerebral como artefacto omnímodo. Igualmente, las conexiones entre el supremo cerebro y el supremo Dios, sus controversias y sus acuerdos finales fueron ya enunciados sigilosamente por los filósofos españoles Francisco Suárez y Luis de Molina en el siglo XVI al introducir su innovador concepto de libertad: "la libertad de indiferencia".
"Libertad de indiferencia" o capacidad para obrar o no en presencia de todas las condiciones necesarias para la acción. Así, frente a la "libertad de la espontaneidad", fogosa y romántica, la libertad de indiferencia, horizontal y helada. El cerebro congela la ardorosa pasión teologal y se hace una constelación de microdioses en su incontable politeísmo individual. ¿La fe? Desde hace años se expone entre las brillantes obtenciones de la neurociencia.

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